domingo, 5 de agosto de 2012

“Norte chico limeño, turismo del grande”: Aventura espectral rodeada de naturaleza


Crónica de un viajero chalaco
“Norte chico, turismo del grande”: Aventura espectral rodeada de naturaleza
En está crónica de viajero ya hemos narrado lo vivido en el sur chico y en la sierra capitalina, ahora cambiamos de dirección con destino al “norte chico” para descubrir lo que podría ser un gran polo de desarrollo turístico, que bien marketeado daría un buen ingreso a toda familia que desee abrirse al mundo en las localidades de Chancay, Huaral, Huacho, Huara y Barranca.
Este fin de semana tomamos nuestro bus en el terminal de Fiori (cono norte de Lima) para llegar a Chancay, un pueblo tan generoso como amplio en el corazón de su gente donde unos chicharrones con un buen anís nos reciben en su entrada, esta vez ofrecidos por doña Isabel una vendedora de desayunos que nos subraya la importancia del “Castillo de Chancay”, donde las leyendas de almas en pena hacen de la emblemática construcción un lugar obligado para caminar por la noche.
Es Chancay, un pueblo donde la pesca y la agricultura conviven en armonía con la naturaleza. Aquí todo pescador no solo madruga para una jornada de trabajo, sino que también lo hacen por un sentimiento de agradecimiento al mar que les da el pan llevar, es lindo ver el asombro en los rostros de cada persona con una sonrisa en donde siempre gana el espíritu de una localidad pujante y habida de paz.
Caminar por la playa nos regala una sensación de extrema libertad, aquí los niños (sin importar la estación del año)     andan descalzos y mezclan la arena con sus manos, sentando las bases de una creatividad que solo su inocencia puede desarrollar. Me parece muy contrastante con la realidad de las grandes urbes, en las que una pc reemplaza la alegría de la vida en comunidad y solidaridad (aquella que solo se aprende desde la infancia).
Mi recorrido continúa viendo a un equipo de fulbito en las calles del pueblo, aquí nadie quiere ser la “U” o del Alianza, menos del Cristal o el Real Madrid, puesto que añoran el día en que la Joya de Chancay (equipo local) vuelva a la primera división.
La noche se acerca y llegó la hora de pisar el imponente Castillo de Chancay, donde caminar no es un reto al miedo, sino a la paciencia y la vista puesto que admirar tremenda arquitectura, es algo que se aprecia con mucho más cariño con la luz de una vela, que llama a mi imaginación con una reflexión preguntándome como pueden haber vivido personas de mucha raza y abolengo en un lugar casi olvidado del Perú.
Entre los cuartos se siente una brisa marina, que en lugar de escalofríos brinda tranquilidad, en una de las habitaciones una cuna de antaño se mece como si una madre cuidará de un niño que aún sigue allí en espíritu.
La mañana llegó y ahora es el turno de tomar jugo de naranja, comer mangos y mandarinas, puesto que ahora llegamos a Huaral. Si tenemos suerte en la Plaza de Armas, encontraremos a don “Pedrito” Ruiz, una  leyenda viviente del fútbol peruano y por supuesto del Unión Huaral, este señor del cual me quiero llevar una foto autografiada, fue uno de los mejores mediocampistas de nuestro balónpie y si no jugó en el extranjera, era por su siempre conocida fobia a los aviones.
Aquí el comer fruta y lomo saltado en el desayuno es solo para los de buen diente. Andar en taxi cuesta menos de cinco soles y no puedo haber visitado Huaral, sino voy a las chacras de mandarina en la Esperanza Baja, donde un buen Alejandro Angulo Koch, se nos ofrece de guía, no por dinero, sino para que le contemos al mundo como la fe de los europeos llegados a inicios del siglo 20 dio vida a este lugar. Como símbolo de ello nos lleva a una iglesia o mejor dicho pequeña capilla construida por su bisabuelo y hoy resguardada por su tío “flaco”, un agricultor austriaco de nacimiento y huaralino por adopción.
Aquí el mango es tan sabroso como la mandarina, pero me llama la atención un arbusto de ciruelas, que según Alejandro fue cuidado por si tío político don Augusto Rodríguez (que en paz descanse este señor) me cuenta que su amor al campo, fue tan grande como el amor a su familia y su viuda doña Rosa Koch.
La ruta prosigue en horas de la tarde y minutos antes que nos atrape la noche llegamos a Huacho, este es un distrito de la provincia de Huaura, aquí las discotecas son parte del paisaje turístico. Me llama la atención de sobremanera una casona antigua ubicada en la calle Colón 555, me parece muy familiar a los lugares donde cada aniversario patrio me bendice un “milagro al fiel estilo del verano” (cuyo recuerdo de veinteañero) me llama al inexperto amor juvenil.
Seguro esta fue la casa de una familia de la vieja oligarquía huachana, caminando por las calles llego hasta el muelle,  respiro un aire de besos y aventura que además trae una sensación de hambre con antojos de anticucho.
La hora de dormir va llegando por ello me dirijo a un hotel en las cercanías del mercado donde solo atino a cerrar los ojos y recordar el “milagro al fiel estilo del verano” que me trajo el paseo por la calle Colón y la caminata por el malecón con sus calles aledañas.
Llegó un nuevo día y con ello un desayuno suculento, dejo el hotel y camino por el mercado donde un buen señor de nombre Roberto me invita a degustar la famosa salchicha huachana, una infaltable vianda por estos lares.
Luego el recorrido prosigue por un sitio cuyo nombre está sellado en los libros de la historia emancipadora y republicana me refiero a Huaura, donde una bandera en la que fuese el balcón de la casa de general don José de San Martín me invita a recorrer un museo tan bien cuidado como apreciado por los habitantes del lugar que cantan el himno nacional cada fin de semana para luego almorzar en el club Boca donde las historias y sazón de las anécdotas son tan exquisitas como la guinda (tradicional bebida local).
Con el pasar de las horas me hablan los entendidos en fantasmas de un pueblo abandonado en el interior de Huaura, donde todo aquel que se atreve a entrar no termina con una sensación de miedo, sino de curiosidad por seguir investigando y responder la interrogante de qué alejo a sus dueños y trabajadores de lo que en su momento llegó a ser una prospera hacienda azucarera, el nombre del lugar es Rontoy.
Me armo de varios paquetes de galletas y una buena botella de agua para coger un taxi y me lleve hasta Rontoy, donde el acceso no es fácil, pero tampoco imposible. Según me adentro en la zona puedo ver como varios jóvenes me detienen no para impedirme la entrada, sino para contarme las historias de espectros que según dicen habitan este sitio que atrae a los “caza fantasmas” locales e infaltables chamanes.
El lugar es una hacienda, cuyas ruinas me dan a entender su otrora esplendor, derruidos salones y cuartos donde aún se puede observar vestigios de mármol, me hablan de una familia adinerada que debió (imagino yo) ser la dueña y ama de todos los trabajadores y súbditos que dependían de ellos para comer y vestirse.
 En la zona de los almacenes, como en el lugar donde en algún momento hubo una fabrica de jabón, se puede sentir una presencia extraña en el ambiente, como si nos invitará a descubrir el secreto por el cual los habitantes de este lugar lo abandonaron por completo y hasta hoy sus descendientes no lo reclaman.
Deseo acampar, pero un sexto sentido en mi interior me llama a dar media vuelta y salir, puesto que tal vez no este preparado para descubrir el secreto espectral de Rontoy.
Al llegar de vuelta a Huaura y dar la medianoche sigo mi recorrido para Barranca. Es domingo o “dormingo” para los que deseen descansar más de la cuenta, yo elijó probar un tamal de pollo traído desde Supe en una paradisíaca playa (aún virgen para el turismo) llamada la Isla, donde no puede faltar el buen ceviche, con un chicha, en medio de un tibio sol de invierno.
Para cerrar la jornada me doy una  vuelta por la hacienda azucarera de Paramonga, en los extremos del camino puedo ver como varios carteles me invitan a visitar Caral, una ciudadela tan esplendida como ancestral y de la cual se dice fue una de las cunas de la civilización sudamericana, aquí el sentirse peruano se hace más fuerte debido a la gran historia que nos antecede como cultura y da paso a nuestra identidad.
La hora de volver va llegando y aunque haya pasado un fin de semana completo de ir de pueblo en pueblo, este recorrido valió menos de lo mucho que gané en experiencia y relatos para contar.
Una vez más me di cuenta que el hacer turismo del grande no es materia de dinero, sino de habilidad para encontrar le gusto de viajar por un Perú tan profundo como cercano a nuestro querido Callao y la Lima capitalina. Solo lamento no haber encontrado a Pedrito Ruiz y llevarme su foto autografiada.

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