domingo, 25 de octubre de 2015

Un beso para Liu Ro Quen y un abrazo Liau Ki Ping

Soñadores de la justicia, buen domingo de tarde gris, en una Lima que es despejada por el viento y opacada por una agreste delincuencia que en mi infancia, no conocía (aunque había, pero era de licencia restringida y con reserva en el derecho de admisión).

Hoy es un 25 de octubre, dos meses y un día y es el cumpleaños de papá (Roberto Rendón Vásquez), como siempre el abogado cuyo tormento de aguas misteriosas lo llevaron a un lugar que Marco Polo, bautizó como Catay, es así han pasado casi 80 años de su vida y su terquedad con corajuda audacia, no se la quita el año viejo, por el contrario se endurece (tal como Muralla China), con el pasar del tiempo, es que bien decía el mazamorrero de la Calle Capón, donde se comía un domingo mañanero el Min Pau, el Siu Mai y el Ja Kao, el dulce arrebozado, es más rico según el tiempo pone a la uva más añeja.

Buen tiempo no posteaba y la verdad, que a lo largo de mis recuerdos de una fina infancia, que me llevaron a usar jean y polo (de física escolar) en una embajada de los años 80, me dieron un beso en una fotografía de la memoria. Aquel momento impregnado de una comida china (extraña para mi) y de visión de documentales, en carretes rodeado de alfombras pekinesas, tenía como firma de nombres y apellidos dos nombres para mi y mi hermano Roberto, Liu Ro Quen (en mi casa de Vla-di-mir) y Liau Ki Ping, para el primogénito de mi padre y mi madre.

Eran dos chinos, de la República Popular en el lado continental del Asia, bañada por el río Amarillo, eran dos señores de que no edad y que hoy si están en el mundo, que me esperen para comer arroz chaufa con zanahoria, así como para recordar la tapas de cuentos chinos que nunca leí, pero siempre me regalaban (lo digo con roche propio y vergüenza nunca escondida).

Liu Ro Quen, era un hombre tal vez de más de 60 en 1983, Liau Ki Ping debe tener la misma edad que mi papá, sino cumplió ya 80 años, eran dos hombres que conmigo hablaban de todo, menos de política.
Liu Ro Quen, solo caminaba conmigo por las chacras de Huaral, recogiendo mango y pelando su cake, además le gustaba la carne de chancho y tenía como manjar el pescado al vapor o la Olla Mongol.

En cambio Liau Ki Ping, tenía un discurso diferente, era el encanto de mi hermano escucharlo y tomarlo de la mano, para saber cual es la concepción de mundo, que tenía China en aquellos años, era raro ver a Tito (como le dicen a mi hermano), prestar atención a los relatos de aeropuertos y viajes en tren que aquí no se conocían (o por lo menos yo no había escuchado).
Liau tenía un aprecio, por lo peruano tanto que en alguna ocasión quiso pescar en las playas de Pucusana, junto a Tito, pensando que la embajada solo era un lugar de trabajo y despacho, pero cuando en mesa redonda había conversa de adultos, Liau el pelaba la manzana a mi hermano, era diestro en el uso del cuchillo de mesa, de él aprendimos (mi hermano, más que yo), que copa es para el vino de Campey (brindis) y que copa para el vino digestivo.

Es confuso el recuerdo de Liau, sino lo asocio a mi hermano, es confuso pensar en China, sino veo esa foto impregnada en mi inconsciente, donde Liu Ro Quen y Liau Ki Ping, nos adoptaban cada vez que se podía como sus hijos peruanos, que un día esperarían en China, pero si hay un beso de mi alma que nunca se volverá a repetir, en una dulce despedida, cuando zapatos talla 28 usaba, ello sucedió un día en la mesa de la embajada, luego de una ronda de fruta como postre.

Adiós se decían todos, en un intercambio de tarjetas que no registraba ni e-mail, ni celulares, solo direcciones y números fijos de seis dígitos, esa era una mesa de diplomáticos con dos niños, uno de ellos, corrió a despedirse de todos con una mano izquierda por delante y otra en el bolsillo, Liu Ro Quen era el penúltimo en la ronda de la mesa (circular dicho sea de paso).
Liu estiró la mano, yo estire para arriba mis brazos y un beso en su mejilla se dio, ante la risa y la sonrisa del resto. Por un momento, no podía dejar despedir a quien pañaba la fruta, junto conmigo, me dio un oso panda que caminaba con pilas Rayovac y me dio tantos cuentos, como nunca pude leer.


PD: Dedicado a dos simples niños, Robertito y yo.

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